martes, 13 de julio de 2010

Un Balnerio Alemán, de Katherine Mansfield

Una rosa suele crecer en lugares pródigos de sol, de dulces humedades. Pero también suele hacerlo en medio de las peores tempestades, en el ojo mismo del huracán más furioso. De esta última forma bien podría definirse la producción literaria de Katherine Mansfield (Nueva Zelanda, 1888- Francia, 1923), una obra cuyos lineamientos estéticos estuvieron siempre circunscritos a la desgracia y a la desdicha de una post adolescencia marcada por los errores. Nacida en Nueva Zelanda bajo el manto de una familia acomodada muy ligada a las pasarelas sociales y a los escarceos culturales, una inquietud temprana, esa que siempre provoca a los espíritus inconformes, le obligó a iniciar un viaje que la errancia y el vagabundeo existencial definirían mejor que cualquier otra palabra. Realizó estudios de liceo en Londres, donde logró codearse con los círculos elitistas más representativos de la ciudad; conoció a Virginia Woolf, quien a la postre sería influencia definitiva tanto en su prosa como en la difusión de la misma; se fugó a Francia a la zaga de un hombre que a lo sumo le dejó un resquemor ardiente en el alma, amén de un entonces desconocido tipo de gonorrea que con los años desbordaría en la enfermedad que su carácter de mujer romántica y abnegada nunca le permitiría sortear. Embarazada sin contar con los veinte años de rigor, su madre decide enviarla a un centro de reposo en Alemania, más para menoscabar los murmullos de las voces oficiales que por el bienestar de una hija que, huelga mencionarlo, nunca consideró como tal.
Sin embargo, en medio de las dudas, de la inseguridad que tantas decisiones prematuras podrían representar a una joven convencida de su condición de inocente casi-estúpida paloma, es justo en aquella cresta de ola donde se gesta y desarrolla la producción de una verdadera artista, de una mujer que, desengañada, pisoteada, esculpida por la mano temblorosa de la injusticia, decide responder al mundo con el simbolismo inefable del arte, del desnudo propio como reflejo del desnudo y miseria de todos sus semejantes.
Autora de más de sesenta cuentos, algunos de ellos piezas de verdadera alcurnia literaria, es precisamente su primer trabajo, aquél que muchos de sus presuntuosos contemporáneos siempre consideraron como “cuadernos de juventud”, en que la precoz escritora ya deja bien asentada su calidad como fabuladora. Sin ser necesarios los procedimientos de aprendizaje y cristalización de forma-contenido que caracterizan a la mayoría de los novatos, a Mansfield le bastaron las frases desinteresadas y el punto álgido de las situaciones cotidianas para entablar esa estrecha relación de sí misma con lo narrado y, por consiguiente, con todo aquél que posea un mínimo de sensibilidad frente al absurdo.
Un Balneario Alemán fue publicado en Londres en 1923, cuando Katherine contaba con apenas 23 años, un logro si nos enfocamos al contexto victoriano que ensalzaba a la Inglaterra de esos años, tiempo en que las mujeres poco podían aportar al cada vez más industrializado progreso nacional del “hombre occidental”. Definir Un Balneario… como un conjunto de ideas comunes resultaría sumamente complicado; a pesar de que todos los cuentos comprendidos en sus páginas tienden a la estructura de molde, e incluso a la temática limitada, por entre ellos tiene lugar una pasarela de personajes tan multifacéticos, tan reales e invertidos de la ficción a un tiempo, que al concluir la lectura prevalece la sensación de haber regresado de viaje por una Europa surrealista, marcada por la burguesía y completamente desengañada por la historia.
¿Una Comunista con disfraz de garza acomodada? Tal vez; los textos de la neozelandesa no escatiman a la hora de burlar e incluso de ridiculizar a la clase burguesa europea. Todos sus personajes son meros prototipos, guisa de caricaturas esgrimidas con el más peyorativo de los trazos en cada uno de sus detalles, desde el púgil y anciano encarnador de la aristocracia, pasando por el aventurero de mundo en busca de nuevas anotaciones de bitácora, hasta llegar a las mujeres que abren la boca sólo para proferir pequeñeces, superficialidades acerca de la moral y el buen gusto, al final del día, felices y realizadas esposas, madres, abuelas. E incluso desfilan aquellos pertenecientes a la nobleza, a quienes la filosa pluma de la narradora no deja ir vivos sin su correspondiente manchón de humanidad. A diferencia de sus condiscípulos que sólo utilizaban el recurso del humor para descollar ciertas intenciones en los escritos de carácter político, a los textos de Mansfield les es necesaria esta retórica; la sonrisa involuntaria está presente de principio a fin en todas las escenas, en todos los gestos y en todos los diálogos encargados a sus, de por sí, graciosísimos personajes. Punto importante: Mansfield no cuenta desde la perspectiva del narrador omnisciente, no. Antes de reírse del mundo, la autora se ríe de sí misma; su presencia como narrador personaje se descubre en casi todos los cuentos del libro, sin por ello permitirse parcialidades de ningún tipo: de uno u otro modo, lo sabe y lo rectifica a cada palabra, ella también forma parte de la misma masa a la cual escupe; una mujer europea mantenida por sus padres al fin de cuentas, bella pero sin muchas oportunidades de opinión, libre pero con una libertad condicionada por decisiones filiales, quizá dotada de cierta sensibilidad, si, aunque ésta siempre se encuentre supeditada al buen gusto, al no dar malos augurios sobre su condición de respetable dama.
Desde el punto de vista formal, los cuentos de Un Balneario… son simplemente hermosos, material de respaldo para cualquier clase de filología intensiva. Dotados de una prosa transparente, sin muchos artilugios estéticos, de frases construidas con simplicidad pero apuntaladas siempre a la reflexión profunda, salpicados por imágenes perfectamente sincronizadas con el ritmo y la forma, seguramente resultado de recurrentes lecturas a los poetas latinos, los paraísos artificiales de Mansfield cumplen sin deméritos la estructura de género literario impuesto por cualquier círculo. Algunos de ellos bien pueden ejemplificar los elementos de parábola, o bien de “unidad de impresión”, como llegó a definirlo Poe; aunque también están aquellos cuya poesía descriptiva rivalizaría sin modestia con los mejores textos en prosa de Baudelaire o de un muy inspirado Mallarmé. Para destacar sólo algunas de estas joyas, baste mencionar El barón, un cuento construido sobre la sugestión misteriosa en torno a un personaje que a primera impresión se antoja poderoso y sombríamente inasible, pero cuyo impredecible final nos revela a un hombrecillo más corriente entre los que hay, de manías ridículas y pose en guardia perpetua. Frau Brachenmacher asiste a una boda es quizás uno de los textos testimoniales más representativos de la Europa de principios de siglo, en él se desarrolla con verdadera poesía la insignificante felicidad de las reuniones sociales del vulgo: una boda entre obreros, con recinto pulgoso y deteriorado, vino barato burbujeando en cada mesa y, el detalle que define el contrapunto inquietante del texto, la vergüenza oprobiosa de una novia desconocida pero con un pasado bastante relamido por las lenguas públicas. Un espíritu moderno, en cambio, potencializa las virtudes de Mansfield a la hora de caricaturizar a los íconos más respetables de su tiempo, pues aquí se degrada en modo escandaloso la imagen inviolable de la mujer de mundo, a saber, una bailarina de ballet clásico, e intérprete de Schubert además, de quien al final del cuento sólo queda una mísera banalidad cuya única gracia consiste en la manera soberbia en que observa al mundo… y al arte.
Apenas aprobado por la crítica en su momento, nimbado de buenas esperanzas por nombres de la talla de Virginia Woolf, T.S. Eliot y Aldous Huxley, detractado por opiniones que en el mejor de los casos estaban ceñidas a las páginas de sociales que no a las de literatura, Un Balneario Alemán constituye el esfuerzo real de una escritora por descubrir un entorno que, no obstante le había mostrado la espalda, aún requería comprender. Quizás libros posteriores de Mansfield posean mayor envergadura formal o mejor pulido estilístico, pero ninguno de ellos logró superar en cuanto a sinceridad este primer opus. Sin contar con 35 años, Mansfield es ultimada por una tuberculosis que ningún médico contemporáneo se atrevió a tratar. Alguien escribió alguna vez que de haber continuado por más tiempo en el mundo, Katherine hubiera conseguido sin duda el título de “Chéjov femenino”. Yo creo que el tiempo en que su respiración y sus signos estuvieron activos, bastó para colocarle sin preámbulos tal corona.

sábado, 26 de junio de 2010

Hacia Arriba

Antes de todo, estuvo la telaraña. La encontré frágil y polvosa entre las ramas, con esa perfección geométrica que sólo la naturaleza prodiga. Al cabo, una mirada más enfocada me reveló las largas avenidas sobre su superficie, y poco después fueron manifestándose cada una de las callejuelas perpendiculares que seccionaban las líneas, interminablemente, hacia el centro. Una ciudad extraña esta que se manifiesta sobre la seda, pienso yo, pero no tan distinta como para perder el hilo y seguir confundiéndome entre lo que está arriba y lo que se encuentra sólo entre ramas; aunque esto cada dia se vuelve más difícil...

Ahora la obsesión me ha rebasado, y todas las mañanas, antes de poner un pie fuera de casa, no puedo controlar el instinto de mirar hacia arriba; observo el cielo templado de nubes como si ellas pudieran darme la imagen que busco, aquella donde la perspectiva se eleva, primero la banqueta, después el edificio, la calle, la manzana, una larga avenida, seccionada, después cientos y cientos de callejuelas perpendiculares cortándola, así hacia el centro, un zoom de satélite. Miro hacia arriba buscando todo eso, antes de la sombra, de la fatal creadora, cuando sobre nosotros deje caer la primera, peluda, de muchas patas...

miércoles, 26 de mayo de 2010

PIEZA PARA ANDALUCÍA

Sobre el agua hay eco.

El hombre se sienta frente al río y afina su guitarra. Su reflejo se diluye en círculos nerviosos que se mueven hasta la otra orilla; el frío por estos lares es una constante.
En la atmósfera apenas ruidos mudos, murmullos apagados de la gente del pueblo que escucha sin atreverse a observar. Los soldados se muestran expectantes, mudos ante tal osadía; algunos ya apuntan, y esperan solamente una orden.
Canta la guitarra; se mueve el reflejo.
Desde el principio la armonía es perfecta, las digitaciones precisas sobre las cuerdas, los dedos virtuosos se mueven veloces como electricidad por todo el diapasón; se toca Andalucía, piensan algunos, pero es triste, muy triste. -Han ahogado a tantos en ese río- dice un anciano comerciante, -que ya ni siquiera reconozco esa canción.

-Nada de música sobre este pueblucho, son órdenes del general Franco; la última vez hubo revuela y casi nos arrebatan la plaza. Treinta bajas sumadas a la histeria del Coronel que por poco se dispara en las sienes. La música, en manos inquietas, puede rugir más fuerte que cualquiera de nuestros fusiles. Pero el Coronel nada dice, y observa con ojos inmóviles el reflejo del hombre que toca.

Al principio fue un simple cuatro cuartos, pero la pieza es un anunciado in crescendo: ahora se desarrolla en octavos, en dieciseisavos; una velocidad inspiradora, casi subversiva. El silencio ha sido desterrado y la música se duplica gracias al eco. El hombre toca un Do repunteado que deja caer sus notas espirales sobre el agua, sobre aquél otro músico tembloroso que obedece el mismo acorde.

Los círculos nerviosos se detienen. Nos más viento, sólo el frío seco, agorero de tragedias.

- Si el Coronel lo desea, podemos hacerlo ahora. Eco. En dos días el batallón se retira. Eco. Ya no importará la peste, un cadáver más no derramará el río entero. -Eco. Nada, Coronel silencioso. -Qué hijo de puta, por su culpa nos van a detener a todos. Sólo observa como imbécil al tipo de la guitarra; y a ese otro que toca bajo el agua, agua apestosa, agua podrida, podrida, ida, ida.

Ahora Sol menor, La sostenido mayor, Re disminuido, ido, ido, ido; veneno al oído. Pero el reflejo ya no obedece- desobedece, toca Fa en variantes, contrapuntea Sol; jamás entona Re.- No obstante la melodía es perfecta, como si una serpiente marina saliera de sus dominios para anudar su cuerpo en el aire con ella, con la cobra terrestre que mana de entre las manos del músico.

Las dos guitarras vibran en el viento apagado, se entrelazan, se combinan, se aparean y producen sonidos orgásmicos ajenos a cualquier sensibilidad. Dos guitarras, a veces parecen tres, pero no, no, seguro que sólo suenan dos.
El pueblo parece despertar, se encienden algunas luces; soldados observados a través de ventanas anónimas, murmullos que tienden a la efervescencia.

- Por favor, Coronel, se le suplico; claro que podemos controlarlos pero, qué necesidad hay, cuando usted puede ponerle punto desde ahora… Coronel.
Oberture. El hombre ha dejado de tocar, sus brazos yacen agotados sobre sus costados, la guitarra inmóvil sobre las piernas.

¿Eco?
No. Reflejo.
Pero…

La música sigue, imparable: Fa Natural, Do en séptima con velocidades superiores al sonido, dos, tres veces; dos guitarras, tres a veces Mi, cuatro veces La, Sí Menor. Danza de serpientes sobre el aire tenso.

-Disparen…

¿Eco?
No. Fuego.
La cobra cae herida y se estrella contra el suelo.
El guitarrista sangra copiosamente, pero consigue levantarse.
Fuego.

-Qué tino, en el mero pecho. El último tiro lo ha hundido en el río-. La guitarra sin dueño sobre la tierra.
Más rápido, más rápido: Fa nuevamente, pero esta vez con armónicos indescifrables de tan veloces, Do disminuido en milésimas de segundo, ahora sí, Re…

-Disparen.

La serpiente marina es tan escurridiza, tan húmeda. Escapa a las ráfagas y se escabulle en el río, desaparece bajo el cuerpo de ese hombre que sigue tocando con alma encendida a pesar de estar muerto.
Música del demonio, Música incesante.

-No me lo explico Coronel, quizás algún atrevido tiene puesta la sinfonola, cosa bastante improbable por otro lado, pues la semana pasada recogimos y destruimos todo tipo de cajas…
Disminuye la velocidad… apenas unas síncopas en acordes menores, meros ejercicios que sirven para anticipar los sonidos más atrevidos. Cuatro cuartos. El sonido dulce parece poner todo nuevamente en su lugar, las luces en las casas aledañas se apagan. El pueblo necesita descansar.

-Coronel…

Música- río: las aguas tranquilas siempre desembocan en corrientes furiosas: in crescendo: cuatro cuartos, ocho cuartos, cuatro dieciseisavos, ocho, doce, veinte dieciseisavos, cuarenta cincuenta, cien, ciento cuarenta y seis dieciseisavos… velocidad subversiva, peligrosa. Y luego el eco: ahora son tres, no, cuatro, no, diez, no, más de cien guitarras acribillando cada hueco de silencio. Música infernal, insoportable, - Más poderosa que nuestros cañones de armada…

-Coronel…
-¿A cuántos hemos ahogado aquí, soldado?
-Con éste último, ciento cuarenta y seis, Coronel…
-¿Y con cuántas unidades contamos?
-Cincuenta soldados, pero mañana llega el apoyo de Linares, con lo cual sumaremos cerca de doscientos…
-…

…La música, ése veneno que mata más hombres que la serpiente más temida…

-¿Coronel?.... Por favor, no de nuevo, deje esa pistola…
-Ordene retirada, soldado.

Eco.

martes, 25 de mayo de 2010

Lastima por el Soundtrack de nuestras vidas.

LÁSTIMA POR EL SOUNDTRACK DE NUESTRAS VIDAS…

Lástima por el Soundtrack de nuestras vidas.

Lloremos un instante, dediquemos algunas palabras

a eso que pudo, y nunca fue terciopelo; por la amargura legada, en pos

de uno o dos minutos… de sonrisas tensas.

Va por mí, y por ti, y por esa mujer,

De brazos húmedos, de secos pómulos,

Que bebía cerveza mientras la caja tocaba

A Bob Dylan,

Girl from the north country, o lo que

entre sus ojos

Se escuchara.

No son coincidencias; se llaman Generaciones.

Porque nunca soportamos la cacofonía de un alba

Mal enfatizada…

Dilucidamos a la perfección, lo que es un Fa, un La,

Un Sol,

en poniente y sin ornamentos orquestales; todo

Todo en seco, veneno puro que golpea los tímpanos

Y que entre aturdimientos

Desgrana pinceladas de verdad. O tautologías.

Así somos.

Más íntimos al olor plastificado de los vinilos, amigos encarnados de

La mezclilla.

Así, así mismo: eternos esbirros de la melodía.

Decimos: qué terror cuándo la noche se tiñe de neón;

Espantosa la fricción de esas máquinas

Torturando la originalidad de una nota…

Y así, demasiada, demasiada

posmodernidad,

sacándonos ámpulas.

Una deuda firmada con sangre y legalizada con el

Cristal empañado de los años.

Ellos, algunos, murieron ignominiosos, en la horca de

Nuestro regodeo.

Y nunca tuvieron última cena, ni un acomedido traicionero,

Nunca resucitaron para siquiera lamer el pan que en nuestros hornos

Se coció, y se pudrió.

* * * * *

Las escrituras lo dicen:

Wagner, acusado de herejía, y póstumamente, servidor de la

Gestapo.

Bird Parker, modulando nuevas fruslerías, allá, en ese infame fondo

Azul y amarillo.

Karen Dalton, con guitarra espasmódica y disonante, siempre ofreciendo

La otra mejilla.

Aretha Franklin, con un vaso de gin, y la garganta ahogada

En complejas peticiones.

Y El bueno de Buddy, el católico Holly, aún despegando,

Volando

Con las uñas, mientras sus oídos explotan en mil melodías

Góspel…

Robert Fripp… aún no; el todavía pacta supervivencia con el genio de

Seis Cuerdas.

Syd Barret, que pinta porcelana, infiernos como de un Greco, y su madre

Sirve el té; pasan de las seis.

Ian Curtis, gozoso, muestra la imposible dentellada

En su cuello níveo, casi transparente.

Joe Strummer, nos grita revoluciones, escarceos linguisticos,

Pero su aliento… sólo encontramos vestigios de alcohol

Patatas rancias.

Colofón honorífico: Lennon, a la ventana; agua hirviendo en la cocina del Dakota

Y un puño de tierra orgánica en su lengua…

* * * * *

En pretérito…

Falta un grupo, el de infelices sobrevivientes; más ellos…

Ya viven con el esqueleto tatuado, en las córneas, en cada falange,

Donde una cuerda sea presionada hasta la colisión.

* * * * *

¡Qué distinto hubiese sido, si nunca nos hubiesen

Arañado!

Imaginar soles puntiagudos de un amanecer impecable.

Sin presión en la vejiga, sin volúmenes descorteses en

La almohada.

Sin vómitos escondidos entre cada recoveco de

Humanidad.

Se le llama, creo, Buen Gusto…

Una envidia que recorre la piel, como sangre helada

Bombeada artificialmente;

Esa realidad, donde las revoluciones, el sudor a cuarenta

Grados, y el trabajo a mano seca nunca fueron

Escuchados.

¡Quién necesita de parafernalia política!

Ahora existen microcircuitos, cajas futuristas, comida

En hologramas…

Nada de cuerdas, ni soplos desahuciados a través de metales

Cubiertos con telas progresistas.

Una lágrima, un resoplo, para eso que nunca fue terciopelo…

El Romanticismo se ubica en el siglo XIX, ahora es posible

Trasnochar sin molestar a nadie…

Dijo ella.